“Dicen que viajando se fortalece el corazón…”
Lito Nebbia.
Explorar lugares desconocidos es una aventura similar a la de explorarse a sí mismo. En la naturaleza, es fácil encontrar metáforas que representan las distintas situaciones con que nos enfrentamos en la vida. Por lo tanto, podríamos decir que todo viaje es, en cierto modo, un viaje iniciático.
Nuestro planeta es como un inmenso tesoro a ser descubierto. Nuestro interior, también. Somos inconscientes de quiénes somos hasta que nos encontramos con dificultades para resolver. Pero cuando logramos superarlas, la sensación se parece un poco a la que debía experimentar el rubio de aquel viejo anuncio de cigarrillos que, luego de cada aventura, se sentaba sobre una piedra para fumar, mirando el camino recorrido desde lo alto, saboreando su triunfo…
Y entonces un nuevo desafío se presenta para ponernos a prueba y otra vez hay que salir a la aventura, intentando alcanzar el horizonte.
En mis incontables viajes como periodista pude vivir muchas situaciones en las que el paisaje y lo vivido tenían alguna relación con el particular momento de mi vida que estaba recorriendo.
Sin dudas, resulta mucho más fácil estar en contacto con el propio espíritu durante los atardeceres plateados, en el Canal de Beagle, en los que las aguas frías se contrastan con el color de fuego de las lengas con sus hojas de otoño. Tal vez fue en esa época del año que alguno de los aventureros españoles que se atrevió a explorar el “Nuevo Mundo” se inspiró para bautizar aquel paisaje como la “Tierra del Fuego”.
Cuando viajo, me gusta que el destino me sorprenda. Por ejemplo, cuando estuve en Chapelco, cubriendo la selección del equipo argentino que corrió el Camel Trophy’99 para una revista especializada, jamás imaginé que abordaría un todoterreno para subir al cerro, “trepando” por la pista de esquí. El corazón se me había subido a la garganta, pero cuando llegamos a la cima, contemplar el paisaje desde lo alto fue un placer que solo puede compararse al que deben haber sentido los dioses griegos, observando el mundo desde su Olimpo mítico.
O, como cuando hice el camino de Los Terrones, cerca de Capilla del Monte, en la Argentina, con un calzado muy poco apropiado y sin conocer el lugar. Por momentos no había otra senda que el lecho rocoso de un río. Las piedras eran lisas y enormes. Subirlas era una tarea bastante complicada para un “bicho” de ciudad.
Más de una vez tuve que decidir si seguir adelante o no. Las opciones indicaban que, si continuaba, era imposible regresar por el mismo sitio. De modo que debía sortear todos los obstáculos que se me presentaran o… No volver! ¿Cuántas veces en la vida nos encontramos frente a momentos parecidos? ¿Cuántas veces dudamos frente a una decisión, porque sabemos que su elección no tiene retorno?
Viajando aprendí muchas cosas. En el Norte, la Puna me enseñó que yendo más despacio podía disfrutar mejor de los bellos paisajes que me rodeaban y que hasta casi podía comprender el misterio de sus creencias paganas, viendo a la Pachamama en cada kolla que preparaba sus guisos en las ferias de Villazón o a la Salamanca en las viejas curanderas de Catamarca y La Rioja.
Camino a Tafí del Valle, aprendí que la vida es una sucesión de bellezas diferentes. Que aunque la lluvia haga peligroso el camino, es incomparable la majestuosidad de la selva tucumana y que como premio a nuestra tensión al volante nos espera un radiante sol en el valle, que se nos aparece como un óleo brillante ante nuestros ojos atónitos.
Pero sin duda, la lección más importante la tuve en Bariloche, durante una serie de caminatas guiadas que contraté en una agencia turística. Salimos muy temprano por la mañana, en una van que nos dejaba al pie de caminos maravillosos que nos llevaban a sitios más maravillosos aún. De pronto, un lago inmóvil como un espejo, o un jardín natural de flores silvestres, o una vista panorámica desde algún cerro…
El último sendero nos aguardaba casi al atardecer. Yo me había imaginado una puesta de sol imponente y recorrí con ansiedad, y no menos cansancio, nuestra travesía final. Casi arrastraba los pies y, para sentir menos la dureza de aquel recorrido, me puse a conversar trivialidades con una compañera del tour. Para mi sorpresa (y decepción) la meta era un paredón liso de piedra, que la erosión había tallado en la ladera de una enorme montaña. Hacía frío y la pared de piedra ocultaba el precioso atardecer que yo me estaba perdiendo…
Cuando regresamos a la van, estaba casi oscuro y me di cuenta que ese recorrido había sido el más hermoso de todos. Lleno de flores y de plantas bellas y de recodos que ofrecían bonitos paisajes. Pero mi impaciencia por llegar a destino me había jugado una mala pasada.
Yo había creído que, obligatoriamente, todos los caminos debían terminar en una experiencia apoteótica. Sin embargo, había pasado por alto que, en realidad, la única meta por la cual vale la pena echarse a andar es el mismo camino.
Puede que la ruta que hayamos elegido no nos conduzca a ningún sitio especial, que ningún premio nos esté esperando del otro lado… Pero cuando regresemos, todo lo que hemos vivido, lo nuevo, lo recién conocido, los misterios apenas vislumbrados, los obstáculos superados, la tristeza de estar lejos y la felicidad del solo hecho de ser un pequeño aventurero en un universo pleno de experiencias maravillosas hará que, definitivamente, no seamos los mismos que aquellos que un día partieron…
“La naturaleza no hace sonar los tambores cuando irrumpe a través de una flor, ni tampoco entona un canto fúnebre cuando los árboles dejan caer sus hojas en el otoño –dice Ma Deva Padma, artista y meditadora Zen-. Sin embargo, cuando nos acercamos a ella con el espíritu apropiado, comparte con nosotros muchos secretos. Si no has oído a la naturaleza susurrándote últimamente, es un buen momento para darle una oportunidad.”
